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La pesadilla del Tour de 1.983 para los escarbajos Colombianos

Sin siquiera imaginar la magnitud de lo que les esperaba en Francia 10 colombianos se le midieron por primera vez al Tour.




Definitivamente este es un país de locos, el país de José Arcadio Buendía y su estirpe que transformó en realidades sus sueños, el de Remedios la Bella que ascendió al cielo “entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias”,  el del coronel Aureliano Buendía que peleó 32 guerras civiles y las perdió todas, el de sus descendientes que llegaron a Macondo con un barco con las matronas francesas por un río colmado de piedras enormes o con el tren que traería la desolación al mítico pueblo.




Llegar al Tour de Francia fue algo muy parecido a lo que cuenta Gabriel García Márquez en su fabulosa novela: un buen día, sin tener en cuenta la locura de su intento, Miguel Angel Bermúdez va a Francia a convencer a Félix Levitán de realizar un Tour con profesionales y aficionados y el dueño de la carrera acepta llevar a los nueve mejores equipos aficionados del mundo y aunque los otros ocho rechazan de plano la invitación -sabían en qué se podían meter-  el presidente de la Federación Colombiana de Ciclismo se mete sólo y otro loco, Saulo Barrera, presidente de Pilas Varta, pone en riesgo las financias de su empresa y acepta patrocinar el viaje, que seis de las grandes empresas creyeron que era una aventura de un desquiciado.


Y el equipo viaja a Europa sin tener la menor idea de lo que era el ciclismo profesional y de la envergadura gigantesca de la más dura y complicada carrera ciclística del mundo, con una improvisada preparación que no sirvió de nada y 20 días antes de su inicio se instala en Nogaro, un pueblito en las faldas de los Pirineos, en el que hace recorridos de entrenamiento normalitos y un reconocimiento de la única etapa pirenaica que apenas sirvió para que los escarabajos se lucieran en el Tourmalet.


Pero los ciclistas profesionales, que aceptaron a regañadientes la presencia de Colombia, hicieron exigencias para asegurarse de que los invitados fueran machacados sin piedad en el recorrido: en primer lugar una etapa con el peor pavé que se podía encontrar, de pura piedra pero llena de huecos, casi 250 kilómetros contra el cronómetro y una etapa de 300 kilómetros que resultó de 325 porque el banderazo de salida se dio tras 25 kilómetros neutralizados.


Fueron cuatro etapas contra el reloj: la tercera, por equipos, de 100 kilómetros (la de este año tuvo 27,5) que dejó a los colombianos en las últimas casillas de la clasificación general; dos individuales, la sexta con 58,5 kilómetros y la 21 con 50 (la única de este año fue sobre 27 kilómetros) , dos cronoescaladas de 15,6 y 15 kilómetros en las que más de la mitad  del recorrido era por terreno llano, Es decir ese año fueron 244 kilómetros contra el reloj mientras que en esta ocasión sumaron solo 54.8.


De la etapa de 325 kilómetros entre Roubais y Le Havre hay que contar que se pedaleó desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde (allá en verano la noche llega hacia las 9.30 p.m.). Cuando llegué al hotel donde se hospedaba el equipo el médico Carlos Alberto Osorio me contó que como las habitaciones de los corredores estaban en el segundo y tercer pisos tuvieron que subirlos alzados porque ninguno podía siquiera superar un peldaño.


Pero hubo otros factores inesperados que molieron a nuestros corredores que no tenían ni idea del ritmo al que corrían los profesionales, que era endemoniado en la última hora, a 60 o 70 kilómetros por hora: “apenas aparece el maldito helicóptero de la televisión hay que amarrarse las correíllas de los calapiés y pegarse al último corredor del lote y meterle todo para que no se nos vayan”, me contaba Abelardo Ríos. Y en cada etapa quedaban rezagados al menos dos o tres.


El segundo fue la manera de descender. Lo que los nuestros ganaban en las subidas lo perdían en las bajadas. Acá jamás se arriesgaba tanto y mucho menos por esas vías estrechas y llenas de precipicios por las que se transita por los Pirineos o por los Alpes.

A ello hay que agregar que los profesionales culpaban a los colombianos de casi todas las caídas pues aseguraban que no sabían montar en bicicleta y mucho menos cuando se marchaba en un gran lote. Aunque en parte no tenían razón hay que aceptar que los nuestros no habían tenido una escuela de ciclismo (las primeras las estableció unos años después Miguel A. Bermúdez) y por ello su habilidad era muy limitada. Habría que esperar unos cuantos años para que algunos, como Libardo Niño, se atrevieran a medirse de tú a tú con los europeos.

¡Cómo han cambiado las cosas desde ese lejano año 83! Pero al mismo tiempo cómo no han cambiado nada en otros campos. Definitivamente la mejor historia de Colombia sigue siendo Cien Años de Soledad.

De Rafael Mendoza/El Espectador.

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